25/6/16

Todos viejos. Todos hombres.

Yo tenía cuatro padres.

Todos eran hombres, todos eran viejos. A mi madre nunca la conocí. Mis padres me querían a su lado aunque nunca supe por qué, querían mi atención y mi confianza aunque nunca se la ganaron, querían que los apoyara aunque nunca me apoyaron a  mí.
Mi primer padre era viejo, rico y siempre vestía de azul. Su padre había mandado en casa durante muchos años y, aunque el resto de sus hijos nunca lo quisieron, mi padre siguió con la tradición del suyo, aunque insistía mucho en que él no era como mi abuelo. Celoso de su seguridad, no permitía entrar a nadie en casa. Siempre decía que uno no se hace rico firmando cheques, que la mejor forma de gestionar la economía doméstica era obedecer a ciegas a su gestor (si no lo hacía, el gestor amenazaba con desahuciarnos). A veces me faltaba el agua caliente, la comida… Pero él no parecía darse cuenta. No es ningún secreto que tenía su propia ducha privada y que el tendero le regalaba dulces a cambio de prohibirme comprar en otras tiendas. Mi primer padre me robaba y después lo negaba. Mi primer padre me pegaba. No quiero a mi primer padre porque él nunca me quiso.

Mi segundo padre también era viejo y vestía de rojo. También era rico y, aunque en algunas ocasiones pareció que intentaba hacerme partícipe de su fortuna, siempre supe que nunca heredaría lo que me correspondía. Mi segundo padre repetía siempre que se llevaba fatal con el primero pero todos sabíamos que de vez en cuando se iban a tomar una copa juntos y que, además, lo pagaban con la misma tarjeta de crédito, que estaba a mi nombre. Tenía un jarrón lleno de rosas mustias en casa. Él insistía en que estaban frescas, pero el olor era insoportable. Mi segundo padre también me robó, también me pegó. Mi segundo padre nunca pidió perdón. Mi segundo padre siempre nos habló de justicia y nunca lo vi ser justo. Mi segundo padre era un traidor. Tampoco quiero a mi segundo padre porque él nunca me quiso a mí.

Mi tercer padre llevaba un traje naranja. Era viejo, aunque siempre intentó que no se le notara. Se operaba la cara para estirarse la piel, se bronceaba, hacía deporte para que su cuerpo no cayera en la decadencia. Mi tercer padre siempre dijo que no se llevaba nada bien con los dos primeros. Mi tercer padre era un mentiroso. Mentía sin más. Engañar era parte de su día a día tanto como respirar o caminar. Mi tercer padre estaba de acuerdo con como el primero, el de azul, dirigía la casa. Le parecía bien que nos golpeara, que nos insultara, que nos mintiera. Creía que la casa era más importante que la gente que la habita y nunca temió dejarme sin comer para pagar la hipoteca… Y comer él, claro. Cuando le decía a mi tercer padre que tenía frío, que tenía hambre, que tenía miedo, él siempre me respondía que nuestros vecinos estaban mucho peor y que si me quejaba era porque no amaba lo bastante a la casa. Yo nunca vi a esos vecinos de los que hablaba… Mi tercer padre nunca mandó en casa en realidad, pero la habitó tanto tiempo que ya parecía que formaba parte del mobiliario. Mi tercer padre nunca me quiso y por eso yo no lo quiero a él.

Mi cuarto padre vestía de color lila. Vivía una especie de idilio con otro señor que decía que también quería ser mi padre; llevaba ropa roja y verde, aunque nunca pude ver sus verdaderos colores porque la sombra de mi cuarto padre era muy larga y oscura. Mi cuarto padre era más joven que el resto, aunque a veces parecía que chocheaba. Era muy confiado y carismático. Supongo que le cogí más cariño porque se llevaba fatal con el resto y los humillaba delante de mí, pero pronto me di cuenta de que no me podía fiar de él, además, le ponía ojitos tiernos a mi segundo padre, aunque a mí siempre me había asegurado que lo que quería era echarlo de la familia. A veces me decía que comeríamos paella pero cuando me sentaba a la mesa sólo encontraba arroz hervido. La excusa era que cuando llegó a la casa se la encontró vacía y sin provisiones A mí esa excusa nunca me sirvió porque durante mucho tiempo, antes de ser mi padre, decía que sabía dónde conseguir todo lo que necesitábamos para vivir con dignidad. Mi cuarto padre también mentía. A diferencia del resto no mentía sobre lo que hacía o dejaba de hacer, me mentía sobre quién era. Es importante saber quién somos, eso me lo dijo una vez él mismo, pero luego simplemente fingía ser otra persona. Repetía una vez tras otra que así conseguía que más gente le quisiera. Yo no respetaba a mi cuarto padre, y no puedo querer a quién no respeto. Y mucho menos a quién no se respeta a sí mismo.

Ninguno de mis cuatro padres me quiso y yo nunca quise a ninguno de mis cuatro padres. El resto de la familia no era distinta; cada uno de un color, cada uno con una mentira. Todos viejos. Todos hombres. Todos querían ser mis padres. Yo no escogí esta familia. Nadie escoge la suya y no son, en ningún caso, culpa nuestra los pecados de nuestros padres.

Un día decidí emanciparme, no elegir a ninguno de ellos. Estaba harto de convivir con la mentira, los golpes, los robos, la traición. Simplemente marché de casa. Ellos continuaron viviendo allí con sus hijos e hijas, ellos siguen igual.

No escogemos a nuestros padres.


Pero nadie dijo que fuera obligatorio quererlos.

(Este post se publicó originalmente en catalán aquí)

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